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Raquel
mensaje May 21 2008, 04:45 PM
Publicado: #101


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QUIQUE: "¿Razonable...?" Pues SÍ. Acorde a la razón que descodifica imagen, sin duda se parecen... laugh.gif

Pero yo lo veo de otra forma, claro. rolleyes.gif

Siento decir que este viaje a América acaba aquí.
En relalidad no lo siento. porque en seguida nuestro "intrépido personaje" estará en ÁFRICA smile.gif
Pero vamos a Indinápolis antes de que vuelva a cruzar el charco...

Me interesaba ver la pista del autódromo...
¡Ah, si lo viera durante las carreras!




"CAPÍTULO XVI



Llegué a Indianápolis y me dirigí en seguida al hotel. Al día siguiente llamé a Pop Meyers. Cuando supo que me interesaba ver la pista del autódromo, me dijo que iría a buscarme media hora después.

Me cambié de ropa; bajé al vestíbulo y encontré a Pop, que con puntualidad americana estaba esperándome. Le reconocí en el acto, por las muchas fotografías de todo lo relativo a Indianápolis había visto. Era igual que en ellas: carra llena y bien afeitada, cabellos blancos y unos amables ojos azules tras unas gafas sin montura.

Le saludé, tomamos unas copas y hablamos de las carreras europeas. Después nos fuimos en su packard.

El autódromo está a unos diecisiete kilómetros de la ciudad. Durante el camino empezaba a llover, y cuando llegamos, una ventolera azotaba la pista. En aquel momento la vista era deprimente. El enorme óvalo con enormes hileras de vacíos asientos, el conjunto de la inmensa construcción de ladrillo, la pista brillante por la lluvia, y en último término, desnudos árboles que se doblegaban por la fuerza de la borrasca: sólo tenía cualidades de ruina, como si fuera un desierto circo romano.

- ¡Ah, si lo viera durante las carreras! exclamó Pop Meyers con un amplio gesto de la mano-. ¡Ciento setenta mil espectadores sentados por todas partes! Incluso en los árboles. Los chicos trepan a los mástiles de las banderas. Se abre aquella gran puerta y la banda militar entra tocando. El año pasado tocaron seis bandas. Dan una vuelta a la pista y después se detienen ante la tribuna principal. Todo el mundo se pone en pie y guarda tres minutos de silencio en memoria de los que han entregado sus vidas en aras del deporte.

Abajo, a lo largo de la pista, soportaban la lluvia unas barracas de madera destinadas a garajes, boxes y almacenes de repuestos.

- Tendría que haberlos visto dijo Pep Meyers, señalando los tristes barracones, que parecían restos de una feria rural hace tres semanas, un poco antes de la carrera. ¡Qué hermosos eran! Aquellos días, los muchachos están siempre allí, trabajando día y noche, con el afán de apurar sus máquinas. La mayor parte conduce vehículos de la misma marca, pero cada uno se las arregla para modificar algún detalle, para introducir alguna invención suya en que depositan sus esperanzas. Veinte mil dólares, señor Caracciola, es una buena cantidad de dinero para aquellos chicos. Todos trabajan semanas y semanas con el sólo incentivo de aquella esperanza. Algunos han tenido que esperar años y años.

¡Y los entrenamientos, señor Caracciola! Tendría que estar aquí cuando el comité regulador dirige las vueltas de clasificación y los muchachos esperan a lo largo de la pista. En el momento en que un corredor queda, por cualquier causa, fuera de la pista, todos corren a ocupar su puesto. Basta con que el jefe de un equipo castañetee los dedos para que se presenten diez, veinte chicos dispuestos a arrancar; chicos a quienes no les importa un comino sus propias vidas y que arrancan como si fueran unos posesos. Alguna vez sucede que algunos de estos jóvenes conductores de los que nadie sabía nada, se lleva a su casa un premio. Nuestro lema es: ¡Démosle una oportunidad!

Me asombré. ¡Qué maravilloso país y qué maravillosos sistema! Recordé cuán difícil me había sido convertirme en corredor. ¡Qué largo y áspero camino recorrí antes de que me dejasen ponerme al volante de un automóvil de carreras! Aquí le basta a un jovenzuelo con presentarse, y con un poco de suerte podía conseguir la victoria.

La lluvia arreciaba. Nos guarecimos en el automóvil y regresamos a la ciudad. Durante el camino, Pop Meyers me explicó muchas más cosas acerca de su autódromo; yo pensaba en mis primeros tiempos con Alfa y en los malos ratos que los veteranos de aquella casa me hicieron pasar."


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tenista
mensaje May 21 2008, 11:14 PM
Publicado: #102


TENISTA
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Muchas gracias Raquel, pero me ha sabido a muy poco ehhhhhhhhhhh wink.gif Me da la impresion que nos dejas lo mejor para el final huh.gif


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Raquel
mensaje May 27 2008, 05:57 PM
Publicado: #103


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Esto es sabor a África dijo Fagioli riendo.

"CAPÍTULO XVII



Nunca había pensado en abandonar mi profesión. Pero ahora comprendía que si fallaba en otra carrera si mi pierna no resistía- , no podría hallar una alternativa. Tendría que abandonar definitivamente la pista.

La siguiente carrera tuvo lugar en Trípoli, en la primavera de 1935. Debíamos embarcar en Nápoles, donde fui sólo en mi automóvil. Al pasar por Brescia rememoré las Mil Millas. Una vez logré ganar aquel premio, algo que parecía imposible para los extranjeros.

Obtuve la victoria con un blanco Mercedes SSK, y pasé por Berscia loco de contento.

También estuve allí hace tres años, cuando empecé a conducir para Alfa. Reviví aquellos momentos la avería en Verona, y cómo mi mecánico y yo en plena madrugada, recorrimos aquella ciudad desconocida en busca del representante de Alfa Romeo. Por fin dimos con él y llamamos a la puerta de su casa hasta que logramos que se despertase. Apareció descalzo, embutido en un largo camisón blanco. Tan pronto como nos reconoció se dio enorme interés en ayudarnos; se puso un pantalón y nos proporcionó un Fiat con el que llegamos a Brescia, meta de la prueba, cuando acababa de salir el sol. Las tribunas estaban vacías y en el frío amanecer parecían totalmente desiertas. Los últimos automóviles habían llegado la tarde anterior; nadie nos esperaba. Estábamos a punto de marcharnos cuando una pequeña figura femenina se dirigió hacia nosotros. Había permanecido toda la noche acurrucada en un rincón. Vino corriendo.

Era Carlota. Me abrazó apretando su cara contra la mía. Temblaba; su cara estaba fría como el hielo. Sus lágrimas me humedecieron las mejillas. Carlota comprendió entonces cuán duro es ser la esposa de un piloto

Bien, todo aquello estaba muy lejos muy lejos Ahora había partido de Bolonia, por Florencia y Roma, en dirección a Nápoles, y luego embarcaría para Trípoli, donde tenía lugar la próxima carrera. Para mí era necesario ganarla; constituía para mí algo vital.

Por dondequiera que pasara enormes carteles anunciaban la Lotería de Trípoli, la gran lotería de treinta y seis millones que se hacía en combinación con los resultados de la carrera. En cada esquina, un viejecito, o una mujer, o un inválido, vendía billetes a doce liras. Todos los italianos habían apostado en aquella carrera.

En Nápoles encontré a los demás: Brauchitsch, Fagioli y Neubauer. Habían llegado medio día antes, y anaquel momento se dedicaban a beber unos vermuts en el bar del hotel. Me recibieron con gran alborozo, pues no nos habíamos visto desde Monza, ya que durante el entretiempo había realizado mi gira por los Estados Unidos. Cenamos en el hotel y embarcamos muy pronto. Zarpamos a las diez de la noche.

Llovía. No se veía ninguna estrella, solamente las luces del muelle; y en el negro firmamento se reflejaban las llamas del Vesubio.

Parecía como si el buque hubiera sido fletado tan sólo para los conductores. También habían embarcado los de Auto Unión y los de la Escudería Ferrari, que conducían automóviles Alfa Romeo. Nos reunimos en el bar de la cubierta superior, y allí bebimos y revivimos muchas cosas pasadas.

Neubauer se sentó sobre una pila de salvavidas y, a guisa de Neptuno, nos soltó una arenga. Los italianos bebían chianti como si les pagaran a destajo, y cuanto más avanzaba la noche más gritaban y alborotaban todos. Hice esfuerzos por portarme del mismo modo, más me cansé y salí a cubierta.

El viento soplaba fuerte; una cortina de espuma partía de la proa. El mar tenía un color negro y profundo. Me dirigí a la cubierta superior de segunda clase, en donde, cubiertos de lonas grises, estaban nuestros automóviles. Sobre ellos lucía una linterna que pendía de un mástil. Parecían un rebaño de enormes corderos dormidos.

Junto a nuestros vehículos se hallaban los de Auto Union y los Alfa Romeo. Me adentré en el grupo de automóviles y curioseé. Se acercó a mí un hombre: un mecánico de Alfa que estaba de vigilancia. Le conocía de vista, por mi estancia en Milán.

- Buenas noches, señor Caracciola. Tuto bene?

- Sí, gracias.

Nos recostamos en la barandilla.

- ¿Cómo van los Alfas de dos motores? le pregunté.

- Los motores muy bien repuso -, pero los neumáticos se gastan mucho, me parece que por mucho peso.

Le ofrecí un cigarrillo y también encendí otro.

Estuvimos un rato mirando las negras aguas que surcábamos rápidamente. Después volví a la cubierta inferior.

Me senté en un rollo de cuerda y continué absorto mirando la inmensidad del mar. El barco dejaba tras sí dos estelas de espuma. Podían verse unos momentos; luego desaparecían engullidas por la oscuridad de la inacabable noche. Desde el bar llegaban fuertes voces. No pude entender de qué hablaban, aunque me di cuenta de que todo el mundo estaba alegre. ¿Regresarían todos de Trípoli? ¿O abriría la muerte otro hueco en nuestras filas?

¡Qué pocos quedaban de los que empezamos hacía doce años! Stuck, Brauchitsch, Varzi, Nuvolari, Chiron. Los demás eran muchachos pertenecientes a una nueva generación. El estar detrás de un volante devora rápidamente la vida de un hombre. Es algo así como si el corazón del motor acelerase nuestras vidas hasta su propio ritmo; como si nuestra sangre y nuestros nervios se agotaran más de prisa.

Muertos, estrellados, retirados Sí, algunos retirados; ¿pero qué se hace entonces? ¿Verse transformado en un ciudadano como los demás? ¿Cuidar flores en cualquier apacible rincón, o empezar la aventura de los negocios? Se hace muy difícil poderse imaginar todo esto, casi imposible de imaginar. Pero entonces, ¿qué es lo que hay que hacer?

Para nosotros la vida tiene una sola finalidad: hacer acopio de las últimas energías y continuar luchando hasta el final.

Supongamos que mi cuerpo fallara; que mi pierna no resistiese, esta vez, la siguiente, las otras. O que, por hacerse uno viejo, no pudiese estar al nivel de los jóvenes que le apartan del camino. Que uno estuviese gastado, acabado, quemado. Entonces, ¿qué?

A lo lejos empezaba a despuntar el día. Era una mañana gris. Tuve un escalofrío y descendí al camarote.

Subí a cubierta a las once. Las nubes habían desparecido y la mañana era brillante, soleada. Mis compañeros estaban en cubierta, tumbados en unas butacas. Neubauer permanecía entre ellos. Se había echado el sombrero sobre la cara y tenía la barriga al aire. Se dedicaba a exponer la estrategia de las carreras. Se dirigía hacia donde se encontraba Fagioli, porque le consideraba posible vencedor.

Por la mañana siguiente divisamos la costa, y muy pronto apareció Trípoli ante nuestra vista. El viento soplaba desde el sur y arrastraba un calor seco y sofocante que oprimía los pulmones y hacía sudar por todos los poros del cuerpo.

- Es el ghibli nos explicó Fagioli, apoyado en la barandilla -. Si sopla durante la carrera, ¡que Dios nos ayude!

El cielo tenía un color gris amarillento, y bajo aquel cielo, la ciudad parecía francamente blanca. Al acercarnos vi que el aire estaba cargado de polvo, un polvillo rojizo, que irritaba los ojos y hacía rechinar los dientes a cada palabra que pronunciaba.

- Esto es sabor a África dijo Fagioli riendo.

En el puerto había una hilera de coches de caballos de una sola plaza. Cada uno de nosotros alquiló uno, y todos nos dirigimos al hotel. Recorrimos una espléndida avenida que seguía la playa, con blancas casas y cúpulas a un lado y el mar al otro. La avenida lucía una espléndida hilera de altas palmeras agitadas por el viento. Mas el ghibli tenía sobre la escena un velo de polvo que extinguía todos los colores.

El magnífico hotel estaba decorado con madera de cedro y mármoles. Era un edificio construido por el gobierno italiano. Apenas llegué, subí a mi habitación, pero no pude pegar un ojo en casi toda la noche. El terrible calor me oprimía el pecho como si fuera un saco de arena húmeda. Varias veces, al encender la luz, vi cómo unas nubecillas de polvo rojizo flotaban sobre el suelo de la habitación.

Los entrenamientos empezaron la mañana siguiente. La pista estaba alejada de la cuidad entre inmensas salinas. En la meta se levantaba una alta torre blanca como la nieve que sobresalía de los graderíos de piedra como un obelisco.

Todos los participantes acudieron el primer día de los entrenamientos. Continuaba soplando el ghibli, pero no con la misma fuerza que el día antes. Mas el polvillo rojo aún no se había disipado.

Los de los Alfa arrancaron primero. Cuando aquellos pequeños automóviles rojos desaparecieron tras la cortina de polvo de la arena del desierto, llegó nuestro turno. Primero Fagioli, después yo y por último Brauchitsch. Fagioli tomó la delantera y aumentó la velocidad vuelta a vuelta. Tras de mí, por el espejo, , veía a Brauchitsch. Durante la sexta vuelta éste se detuvo, y el la octava vi que Fagioli también se detenía en el box. Entonces decidí acelerar. Al correr la décima vuelta el coche se estremeció con una sacudida: el neumático de una rueda trasera había estallado y colgaba en tiras. Tuve que detenerme ante el box.

- ¿A que velocidad iba? pregunté mientras me quitaba las gafas-

- Tres minutos cuarenta y cinco segundos me dijo el mecánico -. La vuelta más rápida.

Miré a Neubauer.

- ¿Par qué? tronó -. ¿Qué pasará si todos los neumáticos estallan?

Dietrich, el especialista de Continental, estaba de pie a mi lado. Su bigotuda faz mostraba aspecto de preocupación.

Es el calor dijo -: se come la goma.

Cerca de nosotros se preparaban para salir los automóviles de Auto Unión. El ruido de los motores impedía toda conversación. Por fin arrancaron, Varzi el primero y Stuck inmediatamente después.

Neubauer controló la salida con su cronógrafo. Permaneció de pie mirando atento la pista. Contemplé el neumático destrozado. Estaba bastante mal: la cubierta había saltado y quedaba al descubierto la tela interior.

Dietrich vino a mi lado.

- Si esto le ha sucedido a usted, señor Caracciola, tenemos que suponer que a los otros les sucederá lo mismo.

Un lejano zumbido se convirtió en un gran estruendo. Eran los automóviles de Varzi y Stuck.

- Tres minutos cincuenta y dos exclamó Neubauer -, con salida parada

Varzi y Stuck dieron vueltas y más vueltas. Parecía como si entre ambos disputasen una carrera privada. Corrían ya la décima vuelta, en apariencia sus neumáticos no acusaban el esfuerzo.

En nuestro box reinaba un silencio absoluto. Habíamos entrado en él para guarecernos del calor y del ghibli. Solamente Neubauer permanecía fuera, aguantando el ardiente sol y midiendo las velocidades que obtenían los conductores de Auto Union. Se había echado el sombrero hacia atrás, y dos grandes manchas de sudor se marcaban en la espalda de su camisa gris. Dio la vuelta y vino hacia el box. En su rostro se acusaba excitación.

- La vuelta más rápida de Varzi, tres minutos treinta y seis segundos. La de Stuck, tres minutos treinta y cuatro dijo entre dientes dirigiéndose a nosotros. En aquel momento pasó Stuck y el rugido de su motor atronó todo.

- ¡Tres treinta y tres! gritó Neubauer sin volver la cabeza. Su excitación no le hizo descuidarse de cronometrar aquella vuelta.

Se dieron por terminados los entrenamientos de aquel día y nos dirigimos al hotel.

Por la tarde nos reunimos n el vestíbulo del hotel, un lugar tranquilo y fresco. Las cortinas estaban echadas; se podía oír el suave murmullo de una fuente en el patio. Afuera el ghibli continuaba soplando.

- Tendremos que cambiar tres veces de ruedas dijo Neubauer, pegando golpes con un lápiz en la mesa de mármol -. Sí, señor von Brauchitsch: he dicho tres veces..

Brauchitsch, aún soñoliento, dijo que bueno.

Neubauer empezó a teorizar:

- Esto significa, señores, que por lo menos tendremos que perder un minuto tres veces, porque aunque logremos igualar nuestro récord de treinta segundos por rueda es preciso calcular sobre la base de un minuto, habida cuenta del paro, salida y alguna cosa más. Y ahora, señores, escúchenme. Estoy seguro de que Auto Union sólo tendrá que cambiar dos veces. Sí: por lo que he comprobado hoy, pueden acabar con sólo estos dos cambios. Podrán comprender fácilmente ustedes lo que esto significa. Pase lo que pase, tendremos desde un principio un minuto de desventaja. El minuto que nos veremos obligados a perder en el box.

Dirigió una mirada a cada conductor. Todos callamos.

Todo lo que nos explica tiene mucho sentido, pensaba yo. Pero, no obstante, hay muchos imprevistos podrían ocurrir muchas cosas en una carrera. Por ejemplo, que mi pierna no resistiera y otra vez recaía en mi obsesionante problema.

Neubauer inclinaba la cabeza sobre su block de notas. Estaba efectuando cálculos.

- Por consiguiente, señores, tendríamos que dar las vueltas en un segundo y medio más de prisa que los demás si queremos conservar alguna posibilidad.

- Si no, ir más despacio y así no desgastar tanto los neumáticos dijo Brauchitsch, levantándose y yéndose hacia el bar. Neubauer hizo un ruido de desaprobación con la boca, y con eso se dio por terminada la lección teórica.

Por la noche fuimos al barrio indígena. Paseamos por aquellas estrechas callejuelas y entramos en un café en que, según se decía, bailaba desnuda una muchacha árabe. El lugar era caluroso, lleno de humo y de soldados coloniales italianos. La muchacha no era árabe y bailaba mal. Además, no iba desnuda.

Bebimos café turco mientras Neubauer volvía a calcular las revoluciones por minuto máximas que podíamos lograr sin peligro para los motores. No fue una noche muy divertida.

Por último les dije adiós y fui solo donde estaba aparcado mi automóvil. Monté y di una vuelta por la costa, por los alrededores de la ciudad.

Brillaba la luna, pero el ghibli continuaba soplando, y me encontré rodeado de polvillo. La luz de la luna se hacía incierta al atravesarlo, de manera parecida a la niebla nocturna del norte de Europa. Me dirigí a la pista y di otra vuelta por ella. Fui muy despacio, reconstruyendo todas las observaciones hechas durante los entrenamientos. En cierto momento paré, salté del automóvil y quité una piedra del centro de la calzada. Podía suceder que por la mañana la brigada de limpieza no se diera cuenta de ella. Me quedé un rato allí escuchando el murmullo producido por la resaca, que llegaba a mis oídos por encima del viento. Tenía el mar al alcance de la mano.

Volví a subir al automóvil y regresé. Todo aquello me había tranquilizado un poco. El día siguiente podía ser el que lo decidiera todo, y era mejor cualquier decisión que la incertidumbre de los pasados meses. Sería desde luego una verdadera mala suerte que fallase el motor o que un reventón me obligase a abandonar la carrera. Entonces habría de volver a esperar. Y no había nada peor que aquella espera."


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tenista
mensaje May 27 2008, 07:26 PM
Publicado: #104


TENISTA
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Mil gracias compañera rolleyes.gif

Sentarse a leer un nuevo capitulo, sin ruido alguno alrededor, es solo comparable con la soledad y el silencio que se siente, cuando antes de dormirte lees unos minutos.


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QUIQUE A.
mensaje May 30 2008, 11:12 AM
Publicado: #105


¡A ras!
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Precioso el capítulo.

Bitter ha colgado en el hilo del Café un enlace a mercedes-benz.tv y me parece oprtuno enlazar un video que nos puede poner un poco en situación:

Subida a Arosa (Suiza)
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Raquel
mensaje May 30 2008, 03:27 PM
Publicado: #106


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Que si pone en situación... rolleyes.gif

Dejando de lado "la publicidad" de la marca, ¡pero qué preciosidad de Mercedes! wub.gif (Quizás yo tengo por eso el coche que tengo -que NO es MERCEDES cool.gif - pero morirá conmigo laugh.gif )

He visto antes el vídeo que ha posteado BITTER. Ese "elefante blanco" me tiene el corazón robado.............

GRACIAS.


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Raquel
mensaje Jun 2 2008, 04:16 PM
Publicado: #107


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Fue tan grande el ímpetu con que realicé aquel esfuerzo que hube de dar una última vuelta...

"CAPÍTULO XVIII



La carrera de los millones de liras estaba señalada para el día siguiente. El ghibli no nos abandonaba. Cuando nos colocamos en la línea de salida, el cielo tenía un color amarillo como el azufre.

Esperamos de pie al lado de los automóviles. Desde las tribunas llegaba el intermitente sonido de las bandas de música, interrumpido a veces por el rugir de un motor, y en la caseta de los cronometradores se sorteaban los puestos. Traté de escuchar un momento: quería saber quién se cuidaba de mi clasificación; pero no pude entender ni una sola palabra. De los altavoces brotó la voz del locutor que llegaba a nosotros como ininteligibles ladridos.

Estábamos esperando al Mariscal Balbo, el gobernador. Me cupo en suerte estar en la tercera línea, al lado de Varzi. Finalmente el mariscal llegó, precedido por una escolta de doce motocicletas, y entró en el circuito precedido por una escolta de doce motocicletas, y entró en el circuito en su gran automóvil. Tocaron Giovenezza. El público se puso en pie y los soldados alineados al pie de las tribunas adoptaron la posición de firmes.

Balbo se paró justamente al lado de los pilotos. Pasó entre las filas, se detuvo ante cada uno de nosotros y nos dirigió algunas palabras. Conmigo habló en alemán:

- ¿Vuelve usted a estar en buena forma?

- Sí. Excelencia.

- Muy bien me dijo - . In bocca lupo! y continuó pasando entre nosotros. Era un hombre delgado, de talla mediana, con el cabello y la barba cobrizos. Andaba muy erguido, con pequeños pasos rápidos. Subimos a nuestros automóviles.

El gran reloj situado encima de nuestros boxes señalaba las tres menos tres minutos. Cuando faltaba un minuto, el mariscal Balbo dio una orden a uno de los soldados que hacían guardia a sus espaldas. El soldado saltó a la pista y corrió.

Se pusieron en marcha los motores, y los mecánicos se hicieron a un lado.

La pista estaba libre. Balbo levantó la bandera. Aparté de él mi vista y la fijé en la luz situada en la tribuna de los cronometradores. Creo que este sistema es más rápido, pensé. En cuanto aparezca la luz verde, salir. Aparte de esto, no pensaba en nada más. Cuatro, tres, dos ¡luz verde! Embragué y el automóvil salió disparado adelantando a los demás. Estaba en cabeza tan sólo arrancar.

Entré en la recta a todo gas. Todo se había ejecutado automáticamente, como tantas otras veces, puesto que cada movimiento había sido ensayado. Además, conocía tan bien la pista que habría podido conducir dormido.

La blanca torre, las tribunas, los boxes, habían quedado atrás. No hubo ninguna señal en los boxes durante la primera y segunda vueltas; cuando la tercera, por primera vez:



CAR

NUV

VAR



Por consiguiente, los italianos me seguían. Se produciría una dura batalla si aumentasen la velocidad. Tenía que ir más rápido, más rápido Cuarta vuelta:



CAR

VAR

NUV



El de Milán había adelantado, pues, nuevamente al de Mantua. Me pisaba los talones y era un gran adversario. ¡Además en un Auto Union!

Vuelta sexta: otra vez la blanca torre, la enorme estructura de las columnas. De pronto la rueda delantera izquierda pareció adelgazar y oí cómo algo colaba detrás de mí: la cubierta se había desprendido. Quité gas y frené cuando estaba delante del box.

Un automóvil me pasó: Varzi.

Tomé un trago de agua, me enjugué la frente con una toalla húmeda llegaron zumbando los vehículos de Stuck y Fagioli. Unos cuantos golpes más del martillo de cobre en la rueda delantera y arranqué. Perdí veinte segundos; gracias a Dios, tan sólo veinte. Stuck y Fagioli no estaban muy lejos aún. Atravesaba la nube de polvo que habían dejado detrás en el viraje.

Otra vuelta: VAR, CAR-13. Había recuperado, pues, siete de los veinte segundos perdidos. Y Varzi quizás tendría que parar.

Aún continuaba corriendo la octava vuelta, por la recta que bordea la playa. Noté una gran sacudida en el automóvil. No pude ver lo que era pero lo sentí muy bien. La banda de rodadura de un neumático posterior se había desgajado. Aún podía conservar el dominio del automóvil. ¡Despacio pues! Un automóvil blanco me pasó: Stuck o Fagioli, no podía asegurar cuál de los dos. Entonces empecé a darme cuenta del calor que hacía. Tenía la ropa pegada al cuerpo y los labios secos y resquebrajados.

¡A box! Neubauer gritó, levantando los brazos al cielo, pero no podía oírle. Tenían que cambiarse las cuatro ruedas. ¡Llenar el tanque, también! Empleamos en esto un minuto y diez segundos. Durante aquellos momentos pasaron ocho automóviles. Primero tres, aislados, y después los restantes en grupo. Fui a pasar al décimo puesto.

Sentía cierto temblor interno. Uno de los mecánicos me gritó al oído:

- Los neumáticos de los demás también se harán papilla. ¡Ya lo verá! ¡Al tiempo!

Neubauer, con cara de muy mal humor, no paraba de mirar el cronómetro.

Un minuto y diez segundos. Tan pronto arranqué, un automóvil blanco me adelantó, como un rayo, en plena curva: Varzi, de Auto Unión. Acababa de batirme en una vuelta completa. Me sería ya imposible atraparles y recobrar aquella vuelta perdida. Era realmente desesperador, y sólo seguía corriendo por el honor de la casa.

Acorté distancias poniéndome a la rueda de Varzi; después le pasé, ¿pero había alguna utilidad en ello? El calor era inaguantable. La cabeza me zumbaba y mi lengua estaba tan seca como una tira de cuero. Estaba rabiando de sed, y no tenía ninguna esperanza de poder hacer nada.

No esperaba esto. Pensaba que el destino me reservaba aquel día una respuesta clara. Y la realidad era que iba quedando atrás por el absurdo accidente de un neumático reventado. La pierna respondía por el momento. De vez en cuando me dolía un poco la coyuntura de la cadera, pero no tanto como para fastidiarme. La sed era mucho peor.

Continué guiando. No sabía qué puesto ocupaba en la clasificación. Estaba en la pista, sí; ¿pero en qué puesto? El box guardaba silencio, no me hacían ninguna señal. Ya no se preocupaban por mí.

Duodécima vuelta Varzi se dirigió a box y paró. Probablemente debía de ser también cuestión de los neumáticos. ¡Ah, que sepan los de Auto Unión lo que se siente cuando a uno se le despoja del liderato! Al pasar vi las señales de nuestro box: Fagioli iba primero con una ventaja de treinta y seis segundos Bien; siquiera alguno de los nuestros iba delante.

Junto a la gran curva, entre las pitas de la maleza, estaba un automóvil volcado con las ruedas al aire. Cien metros más lejos, dos sanitarios llevaban a alguien en una camilla. ¿Quién era? ¿Muerto?, ¿herido? Un instante después los perdí de vista.

Vuelta dieciséis Otra vez aquella sacudida. No necesitaba mirar para saber lo que había sucedido: otro neumático trasero. Estaba un poco antes del comienzo de la gran recta al lado del mar. Allí estaba un box de emergencia. Fui para allí. Vieron desde lejos cómo venía y literalmente saltaron sobre el automóvil. Bebí con avidez el agua templada que me dieron.

- ¿Quién ha ido a parar dentro de las pistas?

- Brivio.

- ¿Muerto?

- No

- ¿Mal herido?

El mecánico se encogió de hombros. No lo sabía.

Los automóviles continuaban pasando. Blancos, rojos, de uno en uno, a pares, luchando por sus puestos. En aquel depósito trabajaron con rapidez, y en menos de un minuto volví a rodar por la pista.

Un minuto, lo que significaba que por lo menos llevaba cuatro minutos de retraso con respecto al primero. No servía para nada, pero tenía que continuar. No tendría que haber bebido tanta agua. El sudor corría por todo mi cuerpo y tenía la boca tan reseca como antes.

Vuelta dieciocho Había mucho bullicio en boxes. Se veía que muchos automóviles se habían visto forzados a parar. Adelante, adelante. En el kilómetro 8, junto al mojón indicador, ardía un automóvil al lado de la pista. Un automóvil blanco; es decir, un alemán.

Vuelta veinte Una señal desde el box, la primera después de tanto tiempo. ¡Gracias a Dios!

VAR

FAG

DREY

CAR- 2´36

Por consiguiente, estaba situado en cuarta posición. Había recuperado un minuto y veinticinco segundos en menos de cinco vueltas. ¡Muy bien! Por consiguiente, aún quedaban esperanzas. Existía la sombra de una oportunidad. Esto hacía preciso agotar todo lo que pudiera dar de sé el automóvil. Iba tan veloz que parecían parados los pequeños Alfas que adelanté. Alcancé, al menos, los 270 kilómetros por hora. Durante la vuelta veinticinco, nuevamente otra señal para mí en el box. Estab en segunda posición detrás de Varzi, que llevaba un minuto y treinta y dos segundos de ventaja. Por lo tanto, había ganado otro minuto y cuatro segundos en las últimas cinco vueltas.

¿Convenía aumentar aún más la velocidad? No, calma. Piensa con claridad, con exactitud, me decía. Si apretaba más, mis neumáticos estallarían nuevamente. No tendría tiempo de cambiar, pues la carrera acababa en la vuelta cuarenta. Después de la vuelta veintisiete me dirigí al box para cambiar las cuatro ruedas. Tenía que ser la última vez. Con ellas pensaba correr hasta el final.

El mismo Neubauer me puso una toalla mojada en la cabeza.

- Andas muy bien, Rudi me dijo -. Continúa así.

- ¿De quién es el auto que se quema?

- De Stuck.

Las ruedas fueron cambiadas en tiempo récord, en menos de un minuto. Corría otra vez. Durante aquellos segundos nadie me había pasado. Varzi llevaba la delantera por un minuto y cuarenta y cinco segundos. Con los nuevos neumáticos aumenté la velocidad, hasta el punto de que Neubauer, con ademanes, me indicó desde el box que fuera más despacio.

En la vuelta treinta, mi distancia a Varzi había bajado a cuarenta y dos segundos. Tómatelo con calma, me dije; mantente así. Ahora los neumáticos tienen que durar ¡hasta el final! Por el espejo vi que me seguía un automóvil rojo. La distancia que nos separaba disminuía. ¡Era Nuvolari!

Reflexioné rápidamente. Si le dejaba pasar con su Alfa, no sería realmente una amenaza para mí; y por otra parte, aquellos dos viejos antagonistas, furiosos rivales de siempre, se enzarzarían en una lucha entre los dos, y en ella, Varzi quizás perdería sus últimas reservas.

Dejé que Nuvolari me pasara en el viraje, y así comenzó la lucha entre aquellos dos. Durante dos vueltas, ambos estuvieron corriendo rueda contra rueda. Una y otra vez el de Mantua intentaba adelantar a Varzi, y una y otra vez volvía a retrasarse.

Nuvolari tuvo que detenerse por la cuestión de los neumáticos. Desde el box me indicaron nuevamente:

VAR

CAR

Pero la distancia entre nosotros dos se había alargado en un minuto.

Vuelta treinta y cinco. ¿Qué es lo que yo había calculado mal? ¿Es que Varzi estaba conduciendo con neumáticos de acero? ¡Ah! Tuvo que detenerse en el depósito de emergencia. Pero arrancó antes de que pudiera darle alcance. Sin embargo, la distancia se había reducido a catorce segundos.

Aún faltaban cinco vueltas más. El coche de Varzi ya estaba delante de mí; podía verle y alcanzarle. ¡Debía alcanzarle! Tenía que aumentar, pues, la velocidad, sin temer las consecuencias que ello me pudiera reportar. El blanco automóvil de Auto Unión me precedía cien metros. Vuelta treinta y ocho ¡Lo alcancé! En la curva le adelanté: pero aún no estaba todo acabado, pues iba pegado, a mi rueda, tan cerca, que veía su rostro a través del retrovisor. No lograba despegarme. No había sistema de evitar que estuviera pegado a mi cogote. Cuando volví a pasra por delante de box me indicaron:

CAR

VAR

Pero comprendía que lo que hacía el de detrás era ir a mi ritmo y esperar el momento oportuno para atacarme.

Vuelta treinta y nueve:

CAR

VAR

Tampoco esta vez nos daban referencias de tiempos, tan juntos íbamos. Empezamos la vuelta cuarenta. Cuando pasamos ante las tribunas vi que el público estaba de pie gesticulando. Venía ya la gran curva y, después de las tribunas, la recta al lado de la playay por último mi perseguidor abandonó la lucha. El automóvil blanco había desaparecido del espejo. Solamente veía entonces la blanca torre, las tribunas ¡la meta!

Fue tan grande el ímpetu con que realicé aquel esfuerzo que hube de dar una última vuelta, aminorando la velocidad para poder detenerme por fin en el box.

Durante unos momentos estuve como paralizado. El motor había callado. Todo estaba extrañamente tranquilo a mi alrededor. Me quité las gafas y miré hacia las tribunas. El público estaba aún inmóvil, mirando fijamente a la pista y me hicieron señas; los demás esperaban a Varzi.

Y de repelente me vocearon los nuestros, Neubauer y los mecánicos, y entre ellos mi entrañable Waiz. Aquel muchachote estaba fuera de sí: me arrancó literalmente del asiento, me abrazó, me estrujó y me besó en ambas mejillas. Dos mecánicos me subieron en hombros y, de esta manera, me llevaron hasta el box. No paraba de estrechar manos por todos los lados, pero aún me sentía entumecido.

De pronto me di cuenta: ¡Victoria! ¡Gracias, Dios mío! Era algo indescriptible, imposible de comparar con nada con nada. El sol la gente todo era bueno, ser yo mismo, sí, esto era lo más maravilloso.; volvía a ser el de antes, podría luchar como los demás: Podrían venir días buenos o tristes; vendrían victorias y derrotas; tendría contrarios importantes y débiles; estaría contento o me sentiría desgraciado. Mas lo esencial era que continuaba existendiendo: Había desaparecido la sombra que oscurecía todo. Volvía a contar entre mis camaradas.



¡Ah, antes de que se me olvide! El jefe de los ordenanzas del Ministerio de Hacienda, Gaetano Giacomini, había apostado al mismo número que había correspondido a mi automóvil. El billete le costó 10´50 liras en vez de 12. Pasó toda la carrera, junto con su familia, pegado a un receptor de radio. Había prometido a sus amigos que si ganaba el premio de seis millones de liras repartirían entre ellos un millón. Antes de la vuelta veinte, empezó a lamentarse de que había perdido. Después, cuando hube ganado, poco menos que enloqueció. Pidió permiso a su jefe, y la familia salió de la ciudad. Quizás por superstición, quería comprobar el automóvil con que había ganado. Así que, por cosas del azar, le convertí en seis veces millonario."


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QUIQUE A.
mensaje Jun 2 2008, 04:55 PM
Publicado: #108


¡A ras!
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Gracias por el capítulo, Raquel. Nada más acabar de leerlo me he ido a buscar esto:

"Literalmente in bocca al lupo significa 'en la boca del lobo' pero por raro que pueda parecer es una expresion que los italianos usan para decirte 'SUERTE', 'QUE TE VAYA BIEN' 'QUE TENGAS BUENA FORTUNA' "
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Raquel
mensaje Jun 2 2008, 04:56 PM
Publicado: #109


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Con permiso de Julián (espero wink.gif ) recupero aquí esa magnífica fotografía que dejó en la pág. 3 de este topic.

Tras estos dos capítulos ¡da gusto verla! smile.gif



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Raquel
mensaje Jun 2 2008, 04:59 PM
Publicado: #110


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CITA(QUIQUE A. @ Jun 2 2008, 03:55 PM) *
Gracias por el capítulo, Raquel. Nada más acabar de leerlo me he ido a buscar esto:

"Literalmente in bocca al lupo significa 'en la boca del lobo' pero por raro que pueda parecer es una expresion que los italianos usan para decirte 'SUERTE', 'QUE TE VAYA BIEN' 'QUE TENGAS BUENA FORTUNA' "


¡Qué curioso, Quique!

Yo la traducía mentalmente al revés más o menos. Sí en el sentido de que "ya puedes tener suerte...", pero pensando en la connotación "negativa" de lo que implica estar "in bocca lupo". unsure.gif


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tenista
mensaje Jun 2 2008, 05:43 PM
Publicado: #111


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Gracias Raquel wink.gif


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Raquel
mensaje Jun 9 2008, 05:28 PM
Publicado: #112


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¡Qué cosa tan maravillosa el aire fresco, y qué maravilla habíamos logrado mi automóvil y yo!

"
CAPÍTULO XIX



¡Luchas y victorias, éxitos y fracasos! Antiguos compañeros desaparecían; otros nuevos entraban en la lid. El ritmo se apresuraba; la batalla era más dura, más implacable, a medida que pasaba el tiempo. En 1935 la suerte estuvo de mi parte, pues vencí en siete Grandes Premios y dos grandes pruebas más, con lo que me proclamé campeón de Alemania y campeón de Europa.

En 1936 el joven Bernd Rosemeyer cosechó victoria tras victoria. El campeonato de Europa fue suyo.

El 1937 fue para mí un año muy importante. Aquel año gané mi más importante premio: mi mujer. Una mujer a la que conocía desde hacía muchos años. Durante algún tiempo formó parte de la pléyade de aficionados europeos a las carreras de automóviles. Todos nosotros la queríamos y respetábamos, tanto por su constancia como por su ayuda. Alicia Hoffmann-Trobeck era tan conocida por su facilidad en hablar diversos idiomas como por su maestría en el uso de los cronógrafos. Nadie podía superarla en el manejo de un cronógrafo doble, con el que registraba todos los tiempos de todos los corredores. En fin, que manejaba el reloj con igual maestría que yo el volante.

Había estado en Montecarlo cuando sufrí aquel terrible accidente. Fue intérprete mío y de la casa en las conversaciones con los doctores de la clínica.

También había ido a Arosa, con mi hermana Ilse cuando murió Carlota; y cuando conducía de nuevo, estuvo cerca de mí en todas las competiciones.

En el transcurso de los cuatro años siguientes la vi repetidas veces, en carreras, o en París, o en Berlín, y fui dándome cuenta de que era la compañera ideal para mi vida. Cuando regresé de América estaba convencido de ello. Tenía que transformarse en mi mujer; en Baby Hoffmann-Trobeck. En nada más.

Baby es la más sensata, la más optimista de las personas. Es pequeñita; muchas veces me he preguntado de dónde extrae tanta energía y fibra esa frágil criatura.

- Es fácil comprenderlo dice -: soy una mezcla de sangre de vikingos y acero sueco.

Ríe al decirlo, pero es cierto. Ha soportado toda la tensión que representa nuestra nómada existencia, y también, sin quejarse, se conformó con mi vida siempre expuesta a inesperados accidentes. Siempre se mostraba confiada, llena de esperanzas, siempre segura de que el sol reaparecería tras las más oscuras nubes.

Nos casamos en junio, en Lugano. Mis amigos, el doctor Guillermo Haspel, que más tarde fue dierector general de Daimler Benz AG, su esposa Bimbo y Hans Joachim Benet, el popular corredor de grandes distancias, fueron nuestros testigos. Aquel mismo día fuimos a nuestro nuevo domicilio. Era increíblemente hermoso. Estaba situado en el magnífico Tessino. Y además, iba allí con una mujer que me cuidaba me proporcionaba la paz y tranquilidad que precisaba para continuar estando en mi mejor forma.

La noticia de nuestro casamiento cayó como una bomba. Nadie había sospechado que Baby se casaría otra vez, u nadie se había percatado de que ella y yo tuviésemos planes en tal sentido.

Tres días después de nuestro casamiento fuimos a Bermen, de paso para Nueva York, donde pensaba participar en la competición Roosevelt. Cuando pasamos por el muelle, los compañeros de Auto Unión y Mercedes estaban en la barandilla mirándonos con anteojos. También estaba allí el nuevo matrimonio Rosemeyer, el pequeño Von Delius y el jefe de carreras doctor Feuereissen, así como también Dick Seaman y Alfred Neubauer. ?ste se sentía realmente encantado de vernos unidos.

- Siempre creí que madame Hoffmann debiera venir con nosotros a Nueva York para ayudarnos dijo -. ¡Y ahora resulta que Rudi se ha casado con ella a la chita callando y nos la ha traído!

A primeras horas de la mañana, Bernd Rosemeyer irrumpió en nuestro camarote para entregarnos un hermoso jarro de peltre como regalo de bodas. Fue él quien ganó aquella carrera en un Auto Unión; Seaman, con Mercedes, quedó en segundo lugar. Yo fui en cabeza desde la salida, pero al final tuve que abandonar porque se me estropeó el compresor. ¡La vida me enseñó otra vez que todo no eran flores! El primer premio era de 20.000 dólares. ¡Lo bien que nos hubieran ido para la instalación de nuestra nueva casa!

- Bueno, también ese muchacho podrá emplearlos muy bien me dijo Baby -. Va a poner casa y le hará falta un montón de cosas.

Más adelante gané los Grandes Premios de Alemania, Suiza y Checoslovaquia, y la primera parte del Avus. A finales de temporada, dos segundos lugares y algunas otras honrosas clasificaciones.

Fui proclamado campeón de Europa, campeón de Alemania y, sobre todo, fui un esposo feliz. Todo aquello transcurrió durante aquel tan importante año 1937.

En la fábrica estaban trabajando con gran intensidad. Las energías y posibilidades de los técnicos e inventores estaban rindiendo al máximo. La fiebre se propagó a la sección de producción. En los laboratorios de ensayos de Untertuerkheim las luces no se apagaban en toda la noche.

A principios de enero de 1938 recibí una carta de la casa. Ya estaba a punto el nuevo modelo, el que se había construido expresamente para batir el récord de velocidad pura. Sólo faltaba probarlo en la autopista Frankfurt-Darmstadt. Hasta entonces, Rosemeyer conservaba el récord a 400 km/h, con Auto Unión. Mercedes quería superarlo.

El intento se fijó para la madrugada del 28 de enero. Aún era de noche cuando llegué. La luna lucía como una hoz sobre el bosquecillo de pinos de la línea de salida. La escarcha lo cubría todo. La autopista aparecía absolutamente blanca, y los pinos brillaban trémulamente a la luz de la luna.

Desde lejos distinguí la línea de salida. Algunas luces se movían de un lado para otro. Distinguí la voz de Neubauer, que daba órdenes a los mecánicos. Marcaron todo el recorrido.

Salí del automóvil y me dirigí hacia un pequeño grupo situado al borde de la pista. Allí estaban Sailer, ingeniero jefe, Neubauer y Brauchitsch. Iban muy abrigados, pues el frío era tan intenso que una nube de vapor acompañaba a la voz. Les saludé.

- Bien, ¿cómo marcha esto?

Sailer señaló al automóvil.

- Esperamos que todo marche bien.

El automóvil era enorme; se asía al terreno como un agazapado monstruo de cuatro ruedas. Su brillante pintura plateada palidecía extrañamente a la luz de la mañana. Lo examiné con atención y en seguida me agradó. Parecía que las ruedas hubiesen desaparecido en la carrocería; semejaba desaparecido dentro del cuerpo de la carrocería, y parecía una ballena blanca. Era imposible tomar una curva con aquella especie de bestia acorazada; sólo podía avanzar en línea recta, como un proyectil.

Brauchitsch y yo recorrimos la pista en mi automóvil particular. Fuimos muy despacio. Miré las copas de los árboles, se mecían con la brisa de la madrugada, pero muy suavemente, como adormecidos. Por consiguiente, en cuanto al viento no había peligro. No obstante, la pista estaba algo resbaladiza. Principalmente en la parte situada bajo la sombra de los pinos que estaba cubierta de escarcha. Y no podía conducir por el lado seco, pues con aquel bólido precisaba por entero de la pista.

Decidí esperar a que desapareciera la escarcha, pues tomar entonces la salida hubiera sido un riesgo estúpido. Regresamos a la meta. Neubauer se acercó:

- ¿Cuándo deseas salir, Rudi?

- Cuando la luz sea suficiente y la escarcha haya desaparecido.

Para no enfriarnos, hicimos ejercicio corriendo por la pista. Poco a poco se fue iluminando el cielo. Primero adquirió un tinte verde como de hierba; después rosado. Las desnudas siluetas de los árboles se recortaban ante aquel claro horizonte. Después, lentamente, sobre las montañas de Taunus, surgió el sol. Una bandada de cornejas salió del bosque de pinos y voló sobre los desiertos campos y se dirigió a la ciudad que, muy lejos, aparecía sumida en la azulada neblina matinal.

A los ocho se había evaporado la escarcha. Subí al automóvil.

- ¡Adelante! ordenó Neubauer. Los mecánicos empujaron el vehículo hasta que el motor se puso en marcha. Entonces se detuvieron y empecé a correr. El cambio funcionaba perfectamente y el automóvil se agarraba bien: pude comprobarlo nada más arrancar. Se comportaba muchísimo mejor que el coche probado el año anterior.

Aumenté la velocidad; después más. Me parecía que se encogía la pista; cada vez se hacía más estrecha, más estrecha, hasta que se convirtió en una delgada cinta blanca. Los árboles de los lados se fundieron en un sólido muro negro.

La bandera, el final Dejé que el automóvil siguiera corriendo y después me dirigí a la meta.

Los mecánicos vinieron corriendo, gritando y moviendo los brazos. Sus voces sonaban extrañamente tenues y metálicas en el silencio matinal. Todos me estrecharon la mano.

Encendí un cigarrillo, cuyo humo inhalé con ansia, y esperé en impaciente silencio las noticias telefónicas acerca del resultado del intento. Los mecánicos dieron la vuelta al automóvil e hicieron preparativos para la carrera de regreso. El récord se basa en el promedio de la velocidad de ida y la de la vuelta.

Finalmente un hombre vino corriendo.

- ¡Récord, señor Caracciola! gritó -. ¡Promedio de 427 km/h!

Le di las gracias con la mano y nuevamente arranqué. Ya desde el principio pisé fuerte el acelerador. Soplaba un poco de viento, una débil brisa matinal, pero que notaba muy bien, comprobando de qué manera hacía que el automóvil tendiese a ir hacia el lado derecho. Contrarresté aquella tendencia con movimientos de volante.

La pista volvía a parecerme estrecha, como una cinta blanca; los puentes de los cruces eran negros agujeros que había que atravesar con suma precisión. Pero antes de que mi cerebro tuviera tiempo de reflexionar, los había cruzado el automóvil.

No comprendía cómo mis reflejos eran más lentos que la propia velocidad del vehículo. Una y otra vez tenía la impresión de que pasarlos era cuestión de puntería.

En los espacios despejados persistía la lucha contra la corriente de aire. Después, de nuevo, la línea de meta y la bandera. Retiré el pie del acelerador, pero no frené. Los neumáticos debían de estar ya muy gastados y un ligero frenazo podría tener fatales consecuencias.

Por consiguiente, dejé que el automóvil rodase por su propio impulso casi tres kilómetros; así llegué al punto de partida. Neubauer fue el primero en venir a mi lado. Radiante y excitado, me dijo con grandes gritos:

- ¡Cuatrocientos treinta y siete, Rudi! ¡Récord!

Me alargó las manos para abrazarme, pero no pudo: el automóvil era tan ancho que no podía ni tocarme.

- ¿Quieres intentar rebajarlo?

Con un gesto de la cabeza le di a entender que no.

Alrededor del automóvil no se veía sino caras felices, manos que me saludaban. Todos mis amigos y mis ayudantes estaban allí. No podía oírles dentro de aquella especie de cápsula; menos aún porque tenía taponados con cera los oídos. Después desatornillaron la cubierta. Otra vez el aire fresco. ¡Qué cosa tan maravillosa el aire fresco, y qué maravilla habíamos logrado mi automóvil y yo! Después colocaron una escalera para bajar y desde ella caí en brazos de una jubilosa multitud que compartía mi alegría por aquel éxito.

- ¡Bravo, Rudi! gritó Neubauer abrazándome -. Han sido 437 km/h en una dirección y 432 692 de promedio entre los dos sentidos.

- El automóvil se conduce maravillosamente le dije -. Pero aún se puede sacar más rendimiento. Podríamos intentarlo mañana, pero con un engranaje posterior menos demultiplicado.

Hablamos unos momentos de las incidencias de la prueba y después fui hacia mi esposa, que me esperaba en nuestro automóvil. Permanecimos varios segundos abrazados sin hablarnos. Siempre se quedaba en el box esperando a que la gente me dejara tranquilo. Quería tenerme sólo para ella.

El interior de nuestro automóvil estaba cálido y era cómodo: en cierto modo era un pequeño hogar sobre ruedas. Una vez allí imaginé que mi vuelo en aquel bello monstruo de plata había sido solamente un sueño. ¿Cómo logré pasar por aquello pequeños agujeros negros?

Nuestro coche fue rodeado por periodistas y por gentes que esperaban poder felicitarme; la mayoría viejos amigos míos. Querían que explicase algo sobre todo aquello. ¿Pero qué es lo que podía decirles? Tan sólo que el automóvil se había portado muy bien, y que en mi vida hubiese podido imaginar que una carretera pareciese tan estrecha; y que, naturalmente, el próximo día alcanzaría aún mayor velocidad, si las cosas marchaban bien.

Entre una larguísima cola de automóviles nos dirigimos hacia el Park Hotel para desayunar tranquila y cómodamente. Pero aquella tranquilidad duró muy poco. Llamaron a Neubauer por teléfono; regresó a la mesa en un estado de gran excitación.

- ¡Los de Auto Unión se han ido para allá! Han llevado su automóvil caza-récords, a Rosemeyer y a toda la cuadrilla. Ya están camino de la autopista. Vamos, de prisa; debemos estar allí. Estoy seguro de que quieren batir nuestro récord antes de que salgan los periódicos de la tarde. ¿Qué te parece todo esto, Rudi?

Aquello causó sensación. Nadie sabía qué decir. ¿Desde cuándo se luchaba por conseguir récords como si se tratase de carreras? Era un asesinato.

- Yo no voy allí le dije a Neubauer.

En aquel instante, como si fuera algo real, me imaginé a dos grandes monstruos que corrían en competición hasta que uno era derrotado. Además, era ya muy tarde; el viento soplaba muy fuerte. Durante la carrera lo aprecié, aun siendo muy leve. Con aquella velocidad, los neumáticos casi no tocaban el suelo y se acusa cualquier insignificante corriente de aire.

Fui tranquilizándome. Todos callábamos. Nuestros pensamientos estaban en la autopista de Frankfurt-Darmstadt. Después del desayuno, mientras fumábamos, Brauchitsch me preguntó:

- ¿No te parece que, después de todo, quizás?

- Sí le dije. Tendríamos que ir allí, pues, por otra parte, aquí no podemos quedarnos tranquilos.

Salimos. La línea de partida estaba llena de peiodistas, de aficionados, de público. Gran número de automóviles estaba aparcado a ambos lados de la autopista. El cielo estaba cubierto por pequeñas nubes, así que, en conjunto, algunas zonas del paisaje estaban bañadas de luz solar. El viento era algo más vivo; mientras me dirgía hacia allí pude darme cuenta de cómo se movían las copas de los árboles.

Rosemeyer ya estaba sentado dentro del automóvil. Le rodeaba una gran multitud. Me abrí camino entre la masa humana y estreché su mano.

- ¡Felicidades, Rudi! me dijo sonriendo.

- Gracias le contesté. Deseaba decir algo más, mucho más. En aquel momento no contaba la rivalidad. Era mi camarada y estaba a punto de exponerse a los mismos peligros por los que yo había pasado.

Vi cómo se disponía a arrancar, y en aquel momento tuve miedo. Quería decirle que sería mejor que lo intentara durante la madrugada. Cuando yo me senté al volante solamente pensé en mi tarea; pero en aquel momento pensaba solamente en el peligro. Se me hizo un nudo en la garganta. No podía, no debía decirle nada

De nuevo me sonrió jovial, con su risa juvenil. Después se volvió hacia alguien. Regresé a mi automóvil y me senté detrás del volante. Nos quedamos allí, como dentro de una cálida habitación en pleno aire libre. Brauchitsch estaba a mi lado.

- ¡Con ese viento! le dije -. ¿Puedes comprenderlo?

Se encogió de hombros. Vimos después cómo despejaba la pista el público y cómo el coche de Rosemeyer arrancaba igual que una flecha de plata. El gentío se reunió en un gran grupo, en espera del regreso.

Un rato después regresó Rosemeyer. Había mejorado su tiempo respecto al del año pasado, pero no había batido mi récord.

El viento soplaba con más fuerza. Nuevamente se colocó Rosemeyer en el punto de salida. Al cabo de unos intentos, arrancó. Esperamos sentados en nuestro automóvil

De repente se produjo un movimiento entre la multitud. Al principio corrieron unos pocos; después todos. Bajé la ventanilla del coche.

- ¿Qué ha sucedido? grité a un muchacho que corría.

- Rosemeyer se ha estrellado nos contestó.

Permanecimos allí.

- No quiero ir a verle - dije.

- Yo tampoco murmuró Brauchitsch. Y al cabo de unos instantes añadió:

- ¿Por qué? ¿Es necesario?

No le contesté, pero sentí la sensación de hallarme al borde de un precipicio que se hubiese abierto de repente ante mis pies. ¿Por qué? ¿Tenía sentido que los hombres estuviesen persiguiéndose hasta la muerte por querer ganar unos segundos? ¿Servía esto para el progreso? ¿Servía en algún sentido a la humanidad? ¡Qué ridícula era esta frase en ese momento, cara a cara con la gran realidad de la muerte! Pero entonces, ¿por qué?, ¿para qué?

Por primera vez comprendí que se vive la vida de acuerdo con sus propias leyes, y que la ley del que lucha es la de quemarse a sí mismo, hasta la menos fibra, sin tener en cuenta para nada lo que les pase a sus cenizas.

Una figura solitaria vino hacia nosotros. Era el doctor Glaeser, el médico oficial de Mercedes y de Auto Unión. Su rostro era solemne. Se nos acercó.

- ¡Muerto! dijo -. Yace de espaldas, entre los árboles, mirando fijamente al cielo; mirándolo como si aún viviera.

Me mordí los labios. En aquel momento me pareció como si toda la vida se hubiese detenido.

Teníamos helados los corazones. Era inevitable: ¿quién podría sobrevivir en un accidente a aquella velocidad? Habíamos esperado que se produjera un milagro. Bernd Rosemeyer, la personificación de lo joven, de lo heroico, había caído. Siempre sonriente, como si todo fuera un simple juego, había alcanzado sus victorias. Sin embargo, tuvo que pagarlas, y el destino le exigió el pago supremo. Nunca olvidaría a aquel camarada, al amigo Rosemeyer.

El doctor Glaeser, con la cabeza inclinada, continuaba de pie al lado del coche. Le di la mano. Sentí un escalofrío. Di la vuelta al automóvil y regresamos a la ciudad."


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tenista
mensaje Jun 9 2008, 10:43 PM
Publicado: #113


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Un buen relato, para antes de soñar con los angelitos rolleyes.gif

¡Hoy en dia, sigue esa lucha del ser humano contra si mismo. Tanto para lo bueno, como para lo malo, una pena!

Muchas gracias, de nuevo, compañera wink.gif


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Raquel
mensaje Jun 12 2008, 09:42 AM
Publicado: #114


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Comprendíamos que todo dependía del azar, y que éste un día u otro no estaría de su lado.

"CAPÍTULO XX



Escribo esto en 1958; desde aquellos funestos días ya han pasado veinte años, y aún está vacante el puesto de Rosemeyer en nuestras filas.

Hace dos meses, en el vigésimo aniversario de la muerte de Rosemeyer, se celebró, en el mismísimo escenario en donde ocurrió el accidente, una ceremonia en homenaje suyo. Fui a Frankfurt para tomar parte en la misma y deposité al pie del obelisco conmemorativo una corona en la que lucía la insignia de plata y azul de Mercedes. Aún creía ver entre nosotros a mi amigo, joven, rubio, delgado, sonriendo y bromeando continuamente. Rara vez corríamos en la misma escudería; pero con frecuencia habíamos pasado ratos riendo e incluso discutiendo, aunque raras veces y por poco tiempo.

Apenas nos concedíamos un segundo. Era una impetuosa juventud frente a la experiencia del contrincante, un hombre diez años más viejo. Rosemeyer había cumplido veintisiete años; yo, treinta y siete. Anhelaba derrocarme, mientras yo deseaba continuar disfrutando de mi puesto durante muchos años, al menos hasta que naciera una nueva generación de pilotos.

Lang continuaba corriendo; lo había hecho durante muchos años, y después continuó siendo piloto de reserva. Seaman era un corredor con un gran número de victorias con coches de pequeña cilindrada. Entre los jóvenes, Rosemeyer era el más audaz y el más instintivo. No conocía lo que era el miedo, cosa ésta que a menudo no es buena. Nos conviene saber dónde existe peligro.

En todas las carreras temíamos por su vida. Comprendíamos que todo dependía del azar, y que éste un día u otro no estaría de su lado. Pero no llegamos a suponer que sucediera durante la tentativa de rebajar un récord.

Se congregaron el día del homenaje muchos amigos y admiradores de Rosemeyer; incluso fue una delegación de un club deportivo de Norteamérica que llevó una magnífica corona. Se pronunciaron discursos en memoria suya; se recordó su valentía y su inteligencia. Elly Beinhorn-Rosemeyer fue con su hijo, y otra vez revivió aquellos trágicos momentos en que perdió para siempre al marido que tanto idolatraba. ¡Cuán duros debieron de ser para ella los años que vinieron después! Pero logró rehacer su vida; fue valiente, y todo lo centró alrededor de su joven hijo, de Bernd.

El día del homenaje; Bernd ya era un jovencito. Era rubio, igual que su padre. Hablé con él sobre el tema de las carreras.

- No me dijo tranquilo y sonriente -. No quiero ser piloto. Quiero ser médico.

Elly Beinhorn-Rosemeyer miraba entrañablemente a su hijo. Quizás en aquellos momentos pensaba: ¡Un médico! Sí, ¡gracias, Dios mío, no un piloto de carreras! Y en mi memoria aún veo a la famosa conductora de automóviles, Elly Beinhorn-Rosemeyer, cuando marchaba erguida, serena detrás del féretro de su marido. Rosemeyer fue homenajeado con un funeral nacional en Berlín. Todos los camaradas, con nuestras vestimentas de carrera, le escoltamos hasta su última morada.

La música, el apagado ritmo de los tambores, acompañaba nuestros pasos. Aquel ritmo monótono llegaba a lo más profundo de nuestros corazones y se traducía en las palabras del himno: Hoy tú y mañana yo; hoy tú y mañana yo

En lo más íntimo de mí, por unos momentos, algo se rebeló. ¿Cuál era el objetivo de nuestras vidas? ¿Un desmedido afán por una gran causa, unos pocos días de gloria y, después, una horrible muerte?

Los tambores continuaban redoblando. Procuré no pensar. ?l ya no sentía nada; para él, hiciéramos lo que hiciéramos, todo había acabado.

Le depositamos en la tumba. ¡Adiós, camarada, adiós a mi glorioso joven contrario!

La vida seguía. Nosotros, los conductores de Auto Unión y de Mercedes, regresamos a nuestros puestos de trabajo. El programa de carreras de 1938 nos dejaba muy poco tiempo para poder pensar, con pena, en uno de nuestros compañeros.

Cada vez eran más rápidas y empeñadas las carreras, cada vez aumentaba el número de los que en potencia podían ganar: Lang, Manfred von Brauchitsch, Luigi Fagioli, Hasse, H. P. Mueller, Gigi Villoresi, Hans Stuck, Tazio Nuvolari, Giussepe Farina, Dick Seaman, el conde Didi Trossi, Achille Varzi, Piero Taruffi, J. P. Wimille, Louis Chiron, René Dreyfus, Raymond Sommer. Con oponentes de tal calibre, se podía estar entre los mejores, pero tan sólo podía vencer uno; y vencer a unos hombres de tal categoría, era algo muy difícil.

Nuestro nuevo tres litros, con compresor, casi alcanzaba los 330 kilómetros, bajo la dirección de los jefes ingenieros de proyectos, Wagner y Max Sailer, Daimler- Benz creó un instrumento soberbio para la nueva fórmula de coches de carreras: un tres litros, doce cilindros, con una potencia de 450 h.p.

La primera carrera del año tenía que celebrarse en Pau, en el Mediodía de Francia. El circuito comprendía más de cien vueltas, y en él fracasé. Lang y yo fuimos designados como titulares, y Seaman, con gran disgusto por su parte, como suplente. La cosa fue mal desde el principio.

Durante los entrenamientos me di cuenta de que aquel circuito no era muy apropiado para nuestros voraces motores con compresor. Para empeorarlo todo durante los entrenamientos, falló el freno del coche de Lang, precisamente el último día, y al derrapar, dio un golpe en una valla con la parte trasera del automóvil, resintiéndose de ello el chasis. A pesar de los frenéticos esfuerzos de los mecánicos, el vehículo no estuvo a punto en el momento de la salida.

Así resultó que yo tuve que luchar solo con René Dreyfus, que se situó en la cabeza desde el comienzo.

Tuve que repostar muy pronto. Como la bañera Delahaye de Dreyfus, sin compresor, no tenía necesidad de repostar, tenía ganada la carrera. ¿Qué podíamos hacer? Además René tuvo una alegría inmensa. Después de aquella para nosotros desgraciada carrera, vino la de Trípoli. Allí Brauchitsch, Lang y yo esprerábamos tomarnos la revancha.

Trípoli era siempre una gran experiencia, a despecho del calor, del amarillento polvillo y de los voraces mosquitos, ¡y de las moscas! A nuestro mono mascota ANATOL le gustaba mucho comer moscas; más no sabemos por qué razón no en Trípoli, quizás porque sabían a camello, de igual modo que olían a camello las mercancías del bazar.

Gozábamos del sinuoso y fresco vestíbulo del hotel al regresar de los entrenamientos. Yo no acostumbraba a salir mucho de allí, pero Baby pasaba todos sus ratos libres callejeando por la cuidad vieja, en busca de maravillosos tejidos y obras de orfebrería. Naturalmente, siempre compraba algo. Durante los paseos de Baby, Anatol y yo dormíamos.

El día de la carrera los árabes se congregaron a todo lo largo de la pista. Cubiertos con sus largos albornoces de lana blanca, parecían inaccesibles a la arena y al intensísimo sol.

Italo Balbo, corredor de aquella ciudad de ensueño, iba a dar la señal de salida. Varias veces hubimos de calentar los motores: el mariscal se retrasó. Finalmente arrancamos. Durante la primera vuelta parecía que estábamos conduciendo a ciegas por entre una verdadera nube de polvo amarillo. Una tempestad de arena soplaba sobre el desierto y las ruedas de los coches lanzaban al aire montones de aquel fino polvo, que como nieve, estaba depositado en la pista. Los finos granos de arena punzaban la piel. Teníamos la boca reseca; era imposible intentar aspirar arena. El parabrisas quedó como si lo hubiésemos restregado con papel de lija.

La prueba constituyó una triple victoria para Mercedes. Lang quedó primero, y Brauchitsch nos clasificamos inmediatamente después, casi con el mismo tiempo. El cuarto fue Somer, con Alfa Romeo, y luego Dreyfus con un Delahaye.

Por la noche, como en años anteriores, había de celebrarse un baile de gala en el palacio del mariscal. Pero tuvo que ser suspendido. La muerte había recogido una rica cosecha en la carrera. En la vuelta novena, Siena, que conducía un Alfa pequeño de litro y medio, y chocó con una casa árabe. Murió en el acto. Cortese, que no se dio cuenta de que había sido el obstáculo causante del accidente, continuó corriendo.

En la decimotercera vuelta se produjo otro accidente. A más de 200km/h, chocaron los automóviles de Farina y de Lazio Hartmann. El fuerte viento del desierto desvió a Farina hacia un lado, y entonces rozó con el Maserati de Hartmann. Los dos vehículos volcaron, sus conductores cayeron en la pista como inanimados muñecos de trapo. Entonces llegué yo; pude esquivar, por puro milagro, los restos metálicos esparcidos por aquel lugar. Poco me faltó para atropellar a los dos pilotos. Sentí un estremecimiento igual que si hubiese pasado por mi cuerpo una descarga eléctrica. Eso, pensé, es lo que llaman un ramalazo de terror.

Cuando volví a pasar por allí, los cuerpos habían sido ya retirados y los restos de los vehículos apartados a un lado. Cada vez que pasé de nuevo intenté ver los números de los automóviles, pero estaban tan destrozados que me fue imposible lograrlo.

Más tarde me enteré de la muerte de Siena, aquel corredor tan popular en Italia que, al igual que tantos otros, se hizo en las carreras de motocicletas. Hartmann murió de las graves heridas sufridas en la columna vertebral. Farina sufría de una conmoción y de heridas en la cara. Los automóviles pesados no pueden alinearse junto con los ligeros, pensé. Al tomar una curva a toda velocidad Siena se echó encima de Cortese, que iba más despacio y no pudo esquivarlo. Era posible que el accidente de Farina y Hartmann se debiera a parecidas causas. Hartmann siempre había sido un agradable compañero, pero tenía el defecto de atrancarse en el camino de los automóviles más rápidos.

Después de cada una de estas catástrofes se adoptan nuevas medidas de seguridad. Pero la muerte siempre halla modo de obtener nuevas víctimas."


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QUIQUE A.
mensaje Jun 12 2008, 12:04 PM
Publicado: #115


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Gracias una vez más, Raquel. Según pone al pie, esta foto puede ser de 1.959 (no me la deja copiar):

http://www.jamd.com/search?assettype=g&...text=caracciola
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Raquel
mensaje Jun 12 2008, 01:34 PM
Publicado: #116


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Bonita imagen QUIQUE smile.gif de Carcciola y Stirling Moss.
Qué gracia me hace ña nariz de Caracciola... Pero aunque él no lo diga cuando habla de sí mismo, lo cierto es que él también tiene una sonrisa preciosa si se siente satisfecho.

¿Sabéis que me haría una ilusión que ni os lo cuento? rolleyes.gif

Reconozco que es una tontería que me puede. Y que yo lo he intentado muchas veces aun reconociendo lo mala "buscadora" que soy. Se trata de alguna imagen en que aparaezca su monito titi Anatol. smile.gif

Desde muy muy pequeña (tanto que ni me acuerdo o tengo razón de esa memoria) me han entusiasmado "los monos". En concreto los chimpancés. Pero bueno, sea de la especie que sea.

Así que, ¡buf, para qué lo que lo que me encataría ver en "imagen" o foto a ANATOL! wink.gif

A mí personalmente este capítulo me parece fantástico. Por razones que no vienen al caso, me llega muy dentro.


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tenista
mensaje Jun 12 2008, 01:43 PM
Publicado: #117


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Muchas Gracias Raquel.

En aquellos años, por mucho que sea un libro, las carreras debian ser algo inimaginable hoy dia.


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tenista
mensaje Jun 23 2008, 11:19 AM
Publicado: #118


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Compañeros, haber si entre todos animamos a nuestra amiga Raquel, que nos tiene un poco abandonados sad.gif


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QUIQUE A.
mensaje Jun 23 2008, 03:19 PM
Publicado: #119


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Se acerca la época de vacaciones ... cool.gif
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Raquel
mensaje Jun 25 2008, 11:05 AM
Publicado: #120


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Gracias, Tenista smile.gif

Pero sencillamente es que no he podido de momento. No, no estoy de vacaciones wink.gif

Se trata de que hay que buscar ratos, ganas y motivación de verdad para sentarse con calma e ir escribiendo el relato... Sólo eso.


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